martes, 3 de julio de 2012

Aferrarse a los lugares comunes

La muerte nos hace caer en lugares comunes. Es casi imposible arrebatarse con palabras certeras porque el pánico nos encorseta. Todos somos conscientes de que ese mantra que repetimos será olvidado a los cinco minutos. No nos esforzaremos más. Seguiremos viviendo sin aprovechar ni medio segundo más el día. No seremos más amigos de nuestros amigos. No cambiaremos absolutamente nada. Además, todo el mundo sabe que en el tanatorio es donde se escuchan los mejores chistes, aunque nadie se los cuente a la viuda (o quizás sí, quién sabe). Todo eso es tan cierto como que el sol saldrá mañana.

Sin embargo, por más lugares comunes que establezcamos de antemano, la ausencia creada nos ataca en el lugar menos insospechado, en un lugar donde no tenemos ningún parapeto. ¿Cómo leer las últimas palabras que resuenan en el blog de un amigo? Me estremecen por lo que ahora significan, ahora que ya no hay más líneas que añadir. Ahora que ya no nos tomaremos otro zumo de pera en cualquier ciudad, ahora que ya no volverás a pasear por el malecón de La Habana ni podré enviarte mi último poemario.

Confieso que nunca te conocí demasiado. Compartíamos sueños, entusiasmo por proyectos comunes, algunos dolores físicos y algunas angustias existenciales. He de decirte otra verdad. No pienso asumir aquello que han contado las noticias. Será extraño, lo sé, pero fingiré que cualquier día de estos nos volveremos a encontrar, que aun tenemos oportunidad de tomarnos una caña en Madrid, que París no es ese lugar tan horrible que algún idiota se empeño en edulcorar, que una buena conversación se puede mantener en un pasillo de cualquier universidad, dejándote la piel y las palabras.

Cualquier día de estos te llamo y quedamos, que tengo muchas ganas de volver a verte y charlar contigo.